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Un perro de campo
Cuando era pequeña, un día mi padre llegó con un cachorro. No me lo podía creer: ¡tenía un perro!
La originalidad me invadió en ese momento, y su nombre fue DOG. Sí, con un par. Por lo visto debía estar a tope con el inglés, y ¡oye!, al perro parecía gustarle.
En aquella época teníamos una casa de campo familiar. Él viviría allí, pero como era muy pequeñito, los primeros meses estuvo en casa. Una casa de planta baja, muy típica de mi pueblo, de esas con un pequeño patio trasero y su lavadero. Allí alojamos a Dog y, a mí, me faltó echar un colchón en el suelo. Aún recuerdo limpiarle el culo con toallitas de bebé. Jajaja.
Fueron unos meses muy divertidos, pero finalmente Dog se fue a vivir al campo. Eran otros tiempos: mi padre subía a diario a verlo y darle de comer. Además, pasábamos allí los fines de semana.
Al cabo de un tiempo, el perro se escapó. Mi padre me contó que se había echado una novia y se había quedado con ella. Y así decidí imaginarlo: con novia y cachorros después. Era un final feliz.
Nunca volvimos a tener perro.